La esperanza estaba en la revancha ante descomunal derrota. Mi fervor desmedido e incondicional entusiasmo era cantar victoria junto con los integrantes del equipo estudiantil. Un gol anotado por cualquiera de los delanteros del onceno preferido el eco de mi júbilo se extendía por el espacio de la cancha y lo agotaba el viento después de kilómetros de recorrido. Radiodifusores fue un equipo de más desdichas que celebridades, más derrotas que triunfos, más sollozos que risas, sin embargo su entusiasmo era digno de inmensos aplausos más por decoro que por desidia.
Corrían los inicios de 1964 y este equipo se alistaba a participar en el campeonato de segunda categoría del torneo local. Frisaban los 18-20 años y su dinámica se centraba en cumplir con los deberes escolares, atender las exigencias y normas educativas de los Hermanos de La Salle. Aunque la usanza del medio era estar activo con el fútbol, deporte de mayor costumbre y alcance en el terruño…; tenían el vigor y la voluntad, mas su descollar estaba por debajo de la media en el medio futbolístico local. Buscaban recrearse con el deporte más popular en la villa y desplegar la energía acumulada de la juventud.
Reunidos varios de ellos acogieron la idea para la conformación de un equipo de fútbol. El nombre, Radiodifusores, nada tenía que ver con el ejercicio diario de sus integrantes, la mayoría culminaba la secundaria y algunos ya habían egresado; ninguno estaba en las labores de la radio; pocos ejecutaban otras actividades y otros aspiraban a llegar a la universidad para mejorar la condición familiar, personal y social. El equipo entraba en su fase de fogueo para ganar experiencia y hacerse competitivo en la categoría ante la afluencia tanto de muchos equipos como de jugadores en el medio. Habían trazado la consigna de tener una buena representación y un gran desempeño para aspirar a una nueva categoría. Su técnico, Arango, —había jugado en el deportivo Pereira y llegado al terruño por su atractivo laboral y fungía como vendedor de seguros—, dispuso iniciar su participación en el campeonato con la necesidad de jugar un partido amistoso, observar las líneas y definir el equipo que competiría en el torneo de segunda categoría.
Yo era un seguidor de Radiodifusores y hacía de cargador del maletín de Jaime, mi hermano, que jugaba de lateral derecho en este equipo; era más su voluntad que su condición técnica. Era mi adalid. Entre algunos integrantes que recupera mi memoria estaban: Guillermo Bejarano, Dolly Claxton (fallecido) Armando Ricardo Barreto (fallecido), Miguel Ojeda Mancera, Maximio Barragán (fallecido), José del Carmen Caro, entre otros. Muchachos estudiantes cuya afición por el fútbol y la popularidad de este deporte en el medio los impulsaba a estar en un equipo en el cual se pudieran sentir cercanos. Ahí estaba Radiodifusores.
Después de considerar varias opciones para enfrentar otros equipos se cuadró un partido con un onceno que también participaría en igual categoría estaba con opciones de lograr una buena representatividad: Real Madrid. Su dueño era un señor Sosa, propietario de un taller de ornamentación en Torcoroma, y su hijo David trabajaba con él y era parte del equipo. El resto trabajaba en oficios varios, ninguno de ellos estaba en la escuela. Algunos nombres resalto: El “negro” Ñuria, Jorge “El diablo” Mosquera, “Chancharito” Ortiz, “Pluto” Suescún, Flavio Araújo, el “torero” Orlando Ríos, entre otros. Eran muchachos cuya dinámica estaba en la calle, en la esquina, en el barrio, sus cuerpos eran más flexibles, maleables a las circunstancias de movilidad diaria, corrían con habilidad y destreza por los campos abiertos de la época sin sentir o imaginar la lejana llegada del urbanismo, el crecimiento del terruño y convertido en ciudad; su contacto con el balón era más frecuente, la pericia y soltura en sus cuerpos poseían mayor propiedad.
Concertado el encuentro y tramitado el escenario, el estadio Daniel Villa Zapata, solo faltaba que corriera el balón sobre el césped. El público no era ajeno a estos encuentros de sábados y domingos y cada representación barrial tenía sus propios seguidores; otros lo hacían por afición al fútbol. Una ceremonia futbolera dominical que comenzaba desde las nueve de la mañana hasta caída la tarde. Entonces estos herederos de la afición al fútbol se desplazaban, desde lo más lejano de la pequeña villa, por caminos yermos, despoblados, cubiertos de bosques y zarzales hasta llegar hasta nuestro magno coliseo de fútbol. Nuestra travesía iniciaba desde Torcoroma, Pueblo nuevo y llegar a El parnaso, cruzar la arboleda que allí existía hasta llegar al Villa Z.
Dos equipos en el campo de juego, un árbitro que da la señal y el balón que viajaba de sur a norte en los pies de los muchachos del Real Madrid sin ser tocado por el equipo contrario. Muy temprano el marcador favorecía a los “madridistas locales” y la fragilidad del contrario era manifiesta. El balón pasaba presuroso y caía dormido en los guayos de los jugadores del equipo de Sosa; los muchachos de Arango estaban convertidos en espectadores desesperados, a veces inmóviles ante el arrollador juego de los madridistas. Un resultado incuestionable de 10-2, y el acaloramiento de los técnicos de ambos oncenos, Sosa y Arango, y la participación del “Diablo” Mosquera, terminó en una riña de coñazos y trompadas a diestra y siniestra; ahora el rectángulo futbolero fue convertido, en un instante, en un cuadrilátero de boxeo. Un cierre obligado del partido, a pocos minutos de finalizar, obligó al árbitro a culminar lo que la camorra había apremiado.
Los comentarios de los aficionados por el marcador abultado de este encuentro era un runrún de mofas y chistes por las calles y el altercado como colofón se extendió por los rincones futboleros del pequeño terruño; por las esquinas resaltaban la eficiencia de los unos como la precariedad de los otros. La gallardía de los vencedores estuvo en estimular con voces de aliento a los oponentes para mantener la camaradería y exaltar la armonía.
Apaciguados los ánimos y quedado atrás este episodio por el encuentro cotidiano de los integrantes de ambos equipos, compañeros frecuentes, vecinos de cuadra o barrio en muchos casos, cruce de saludos frecuente por las calles candentes del pueblo y ya el partido quedaba en el más remoto recuerdo. Sin embargo la picazón estaba latente y la derrota cabreante que estropeaba el honor de los vencidos exigía pronta revancha. Así que agilizaron acuerdos y un nuevo encuentro se concertó para un mes después.
Guardadas las inquinas y tropelías en el bolso del pasado por el primer resultado, un nuevo aire soplaba en la mente y cuerpo de los dos equipos. Las líneas de los contrincantes se ajustaron y dos refuerzos para Radiodifusores estaban en la carpeta del técnico: un arquero y un mediocampista. El arquero, Julio Cepeda Meléndez, español, hijo de una pareja de hispanos llegados a la villa en 1958, junto con otros tres hermanos, empujados por la diáspora atizada por el franquismo, y Rodolfo Caballero Orduz, reconocido en el medio por sus condiciones técnicas y dominio del balón; estaba disfrutando de unas vacaciones de la universidad. La desconfianza e incredulidad se colaba más hacia el español que en el barranqueño por una causa ingenua aunque razonable: no se había visto jugar en peladeros o canchas locales. El ibérico no se arredró para ofrecerse como arquero de este onceno, menos de este partido y darse a conocer ante un público para él extraño.
Había visto jugar a Rodolfo Caballero, recientemente fallecido, en la cancha Trujillo, identificada así y promovida por un dirigente del fútbol de la época, Raúl Trujillo, ubicada en zona despoblada en el tramo comprendido desde el parque Camilo Torres hasta más adelante de la ceiba de estacionamiento de buses intermunicipales. Una cancha alterna a la Shannon donde todas las tardes se reunían reconocidos amigos del fútbol local como Eduardo y Carlos Palomino, Pablito Rendón, Lencho Medina, Adalberto Valeta, David Sosa, “Macho” Vides, Lucío Aguilar, Víctor Cajar y otros, a jugar un picadito y seguir reconociéndose en el entorno como destacados balompedistas aficionados. Y allí estaba Rodolfo. Era la alucinación y confianza de Radiodifusores y sus seguidores.
Ahora el escenario acordado para este encuentro era la cancha La salle. Un predio despoblado, de tierra compacta y piso árido habilitado como campo de fútbol y parque de beisbol, lo mismo que para la clase de educación física de los estudiantes del Oficial, guiados por el profesor Bruno Miguel Rodríguez. Hoy el barrio Las colinas y la escuela Antonia Santos. El campo de fútbol, sus arcos, estaban de oriente a occidente y el campo de beisbol, la zona de home, en la parte norte, al finalizar el predio o inicio del barrio Las colinas, colindante con el barrio Aguas claras. El público de pie se concentró en la raya de cal del lado norte y sur y oriente y occidente; no había tribuna en ninguno de los dos lados, la escuela no existía. El rostro de los fanáticos se arrugaba con el refulgir del sol, sus dientes se asomaban para achicar el peso del resplandor con los pliegues de la cara.
En la Salle se jugaban partidos de fútbol de distintas categorías donde se enfrentaban equipos de gran nivel. El parnaso contra Pueblo nuevo, Palmira -Miraflores, La floresta - Torcoroma. Colosos aficionados como “Chino” Tang, “Gordo Aguilera, Martin Colón, hermanos Salgado, Corcho, el “Bacano”…Eran encuentros de brillo, fogosidad, sobriedad y ponderación. El hincha empujaba con su voz y aliento a los integrantes de su equipo favorito, el técnico gritaba improperios para corregir movimientos desde la raya de cal por cualquiera de los costados, un …uuuyyy… profundo emitido por el público y se regaba por todo el espacio ante un balón que rozaba uno de los arcos. Era la mayor distracción de la tarde.
Radiodifusores encontró “camerino” en el pasillo de urgencias, entrada a la derecha, del hospital San Rafael; estaba sin terminar y en obra negra después de varios años de haber iniciado la obra para reemplazar el viejo hospital y lo insuficiente para atender una población en crecimiento para la época. Una banca larga de madera, que reposaba a la entrada, servía de apoyo a los radiodifusoristas que se engalanaran con sus uniformes de titanes del fútbol. El ánimo entre los jugadores estaba alto, los nervios agrietaban sus humanidades, aunque estos se soliviaban con las voces de aliento de unos y otros, las palmadas de ánimo en las espaldas con la esperanza de una mejor presentación con la ayuda de los refuerzos. De pronto una voz retumbó.
—Caballero no juega.
La voz vagó por el recinto y los compañeros se miraron con desconsuelo; un abatimiento glacial corrió por el ámbito del improvisado camerino y se calaba en los bisoños jugadores. La estrella invitada, Rodolfo Caballero, el refuerzo escogido y figura esperanzadora había sido frenado para jugar esta revancha y la ilusión de una destacada actuación del equipo comunicador caía en desaliento. El árbitro “Primo” Cárdenas sonó su silbato llamando a ambos equipos a presentarse en el campo de juego. Radiodifusores entró por el oriente y los “madridistas” por el occidente. Ubicados en sus líneas los capitanes, frente a frente, escucharon las reglas de comportamiento en el terreno de juego, por parte del árbitro, en el centro del rectángulo futbolero.

Fervientes seguidores del futbol local, apasionados hinchas de los dos equipos estaban apostados en cuatro líneas a los lados, solo con la prohibición tácita de no traspasar las rayas laterales y finales del rectángulo marcadas con rectas de cal durante el desarrollo del partido. Las ambiciones encontradas de los hinchas estaban señaladas en, los unos que se repitiera el marcador anterior y los otros lograr un resultado decoroso con diferencia mínima. Los seguidores del blanco deban por descartada la victoria; la mayoría de hinchas estaba presente para saborear una nueva derrota con abultado marcador. El balón corría por el campo de juego y los atletas entregaban sus fuerzas y destrezas en busca del triunfo. El dominio se hacía evidente, el equipo blanco dominaba por los laterales y los radiodifusoristas frenaban y atacaban tímidos a su adversario por el centro, sin embargo el arquero español Julio Cepeda sorprendía al público con sus atajadas aparatosas y vistosas ahogando el grito de gol de los fanáticos; la defensa paraba y detenía los avances despiadados de los blancos para vencer a su rival. Un partido entre iguales dio como resultado un marcador de cero a cero.
Varios años después seguí contando la historia de este partido con algunos actores, Guillermo, Rodolfo y Jaime, con la única finalidad de rememorar momentos de estos encuentros, destacar virtudes futboleras de los participantes y el cómico e irrisorio marcador. Los caminos recorridos por la memoria se extendían en exaltar las facultades muchos de ellos para jugar al fútbol y las incertidumbres de la vida de otros, aunque también los dramas de vida de su existencia los llevó a habitar escenarios sociales y familiares caóticos. Muchos de ellos al ingresar a una cancha de fútbol con su vestimenta impecable estaban transformados en un mundo distinto al que le brindaba su realidad. Tenían reconocimiento en el campo de juego y era su complacencia.
Por: Uriel Navarro Urbina , enero 20 de 2023