Le pregunté si sabía preparar la sopa de guandú. Hubo un breve silencio, se puso seria. Mirándome, abrió un poco más de lo normal sus ojos de marcados rasgos orientales y, con eso, lo dijo todo. Además de afirmarlo, con su gesto manifestó la ofensa ante semejante imprudencia de mi consulta. No sé por qué dudé de los dotes de cocinera de la abuela, a pesar de que ella ha cocinado durante muchos años para la familia, en especial, haciendo manjares caribeños. Fue como si en mi memoria se hubieran perdido aquellos sabores que me deleitaron en el pasado, sobre todo, los de ella. Sera porque ahora que vive con nosotros no la he dejado cocinar, para no cansarla con más ocupaciones, ya que con solo atender al abuelo es suficiente, a quien se le ha deteriorado la salud, por su edad avanzada y todos los quebrantos acumulados en los últimos años. A pesar de la edad, 87 años, la abuela aún está lucida. Admiro su memoria prodigiosa, la capacidad de conversar, su salud inquebrantable y la fortaleza ante las adversidades de la vida. Fue modista durante muchos años, ya dejó de hacerlo, por cansancio, por perdida de habilidad en sus manos, aun así, la he visto por ahí, de vez en cuando, remendando vestuarios descocidos o rotos y, enhebrando agujas con facilidad. A pesar de que le evito cocinar, lo ha hecho varias veces, y se lo permito, solo por complacerla, para quitarle la necedad, esa inquietud de estar siempre haciendo algo o sentirse útil. Sin embargo, he notado que algunas veces, por estar ocupada con el abuelo, se olvida que tiene los fogones prendidos. Unas veces se le ha pasado el tiempo de cocción de los alimentos, otras donde se le ha desajustado el sentido sazonador, o ha dejado alimentos destapados a merced de alguna mosca intrusa y, ha habido otras señales evidentes, de que la abuela ya no cocina igual como los años anteriores. Pero eso sí, se mantiene intacto el amor, la capacidad de dar y agradar el paladar de quienes degustan sus delicias. Caso palpable, fue aquel día que hizo una sopa de queso cuando visite a la familia, incluyendo a los abuelos, cuando vivían en casa de mi hermana Sharon en Medellín. No le dijimos nada, para no desanimarla, pero todos sus comensales, como buenos catadores de múltiples sabores y olores de comida costeña, si notamos que la sopa no quedo en su punto de perfección. Aun así, todo fue consumido, pero no con la total satisfacción a la que ella nos tiene acostumbrados, después de deleitar sus comidas. Pero son casos puntuales, que no empañan todas las exquisiteces que ha preparado y que aún hace; entre estas: la carne puyada, las arepitas fritas y dulces de anís, la sopa de espagueti, el sancocho de costilla, los buñuelos de frijoles de cabecita negra, los bollitos caseros, la gallina criolla guisada, la carne en bistec, las carimañolas de queso, el arroz de lisa, los espaguetis con huevo cocido, y demás.
Una de las formas que tiene la mujer costeña para complacer a los hombres de la casa, es mediante la preparación de los alimentos. De igual manera, es uno de los pretextos que tienen para ver a las familias congregadas, una oportunidad para estrechar vínculos, de compartir, de pasar un momento agradable, en comunión. Los allegados y los amigos no se quedan atrás, no falta el que llegue a la casa atraído por el olor en horas impropias para hacer visitas, por el simple hecho de probar un bocadito. Y por lo menos, en mi familia, no se le ha negado un plato de comida a nadie, ni siquiera, a los inesperados visitantes. El tema de los guandules cobró importancia y me generó expectativas, debido a que invité a almorzar a tres compañeros de trabajo, a quienes les ofrecí de menú tres platos típicos del Caribe colombiano: el mote de queso, el sancocho de guandú y el arroz de camarón. De los cuales podían elegir uno, ellos se inclinaron por la populosa sopa. Dos de ellos son cachacos y nunca la habían degustado; solo uno, además de cocinero, de conocer la culinaria de Barranquilla y, de haberla tomado, también sabe prepararla.
Tan costeña como el sombrero vueltiao, tan barranquillera como el Junior y el carnaval, así es, la sopa de guandú o guandul. El plato típico del departamento del Atlántico, sobretodo, de la Arenosa, que se codea con el arroz de lisa, la butifarra, y el chicharrón con boyo de yuca, como los manjares más apetecidos por los curramberos. Como será, que hasta la consideran como la sopa del carnaval. Ya que la cosecha del guandú se da desde finales de año hasta el mes de febrero, en pleno hervidero de la fiesta insignia de los barranquilleros. Es una planta leguminosa, originaria de África e India, extendida en algunos países de Centroamérica, Suramérica, y del Caribe. Con alto potencial nutricional, rico en proteínas, carbohidratos, fibras, vitaminas y minerales. En la Costa de nuestro país, además de prepararse en sopa o sancocho, también se pueden hacer dulces, como tradición en temporada de Semana Santa. La sopa, además de guandules, lleva carne salada; aunque algunos prefieren mejor utilizar bocachico frito, y a veces, también se le puede añadir chicharrón. En la preparación se le agrega yuca, ñame, plátano maduro, condimentos como el comino y verduras. El plátano maduro le da un sabor dulzón particular, que contrasta con el amargo del guandú y el salado de la carne. Para acompañar, se sirve con una porción de arroz blanco y ensalada.
En Barrancabermeja, que yo sepa, son escasos los sitios donde se pueden conseguir guandules. Fui a todos y no conseguí. Tocó activar el plan B, llamé a mi hermana Sharon en Medellín para que los comprara en el almacén Olímpica de esa ciudad. Tampoco había, de una, ella aplicó el plan C; los pidió directamente a Barranquilla. Fuimos a la fija y, si no los había allá, nos jodimos, tocaba cambiar de menú. Pero no, si había, a los pocos días llegaron las tres libras de guandules secos a la casa, sanos y salvos, los propios, los originales, ahí mismo los aseguré.
De mañana, en el día señalado, fui con la abuela a la plaza de mercado de Torcoroma. Nos adentramos en el laberinto fascinante de diversas formas, colores, sabores y olores de los frutos que nos da la madre tierra. La ansiedad aumentaba en mí, la abuela lo mas de relajada, escogiendo lo mejor para su obra culinaria. No quería darle terreno a los errores, el tiempo pasaba rápido, y todavía nos encontrábamos haciendo compras. En la cocina ella era la alquimista, yo solo le ayudé a picar las verduras, el resto lo hizo la abuela. Para darle el toque especial al almuerzo, le pedí que nos hiciera bollitos caseros, para comerlos con chicharrón y, acompañados con suero costeño, a manera de preludio o pasa bocas. Como “cereza del helado”, conseguimos corozo para el jugo y, con esto, la combinación ideal para el plato. Siendo puntuales, los invitados llegaron al medio día. Previo al banquete, animamos la conversación con unas cervezas bien frías, para abrir el apetito; lástima que no conseguí en las tiendas las pequeñas y refrescantes Costeñitas. La picada de entrada no dio un brinco, la bandeja de chicharrones, con bollo y suero, fue devorada en segundos. Después, los minutos de consagración de la abuela. Si los cachacos dejaron el plato limpio, hasta repitieron, ahora que se espera de un costeño. Todos quedamos contentos, repletos, bendecidos por las manos de la abuela. El remanente de la sopa en la olla, es lo más apetecible en las horas posteriores. Se dice y, es verdad, que los guandules son más ricos al día siguiente. Entonces, fui premiado con lo mejor. Para el almuerzo del próximo día, la sustancia, el amor, el toque secreto, la dedicación, el esfuerzo, la gratitud, y toda la esencia de ella, la recibí en esas ultimas cucharadas de sopa, la más rica de las sopas, la de guandú hecha por mi abuela.
Los seres humanos talentosos que realizan un oficio con rigor, permanencia, disciplina y pasión, son arropados a veces por la inspiración. Y no es que necesariamente en ese momento, estén alineados los planetas, o haya luna llena, o sea año bisiesto, o esté ocurriendo un eclipse, o cualquier otro fenómeno natural, sobre natural o de intervención divina. A nada se le puede atribuir las causas detonadoras, simplemente ocurren, como cosas que tienen que darse y nada más, ya que hubo una disposición previa, una intención de búsqueda, un propósito mayor. Entonces, ese ser experimenta un instante de genialidad, dando como resultado la creación de una obra maestra, dotada con los atributos de belleza y perfección, un momento de gloria inédito y sin ningún parangón en la historia.
Ejemplos de inspirados en las artes, las ciencias y los deportes, tenemos por montón, como expresiones humanas donde ocurren a menudo casos excepcionales y, sin contar, los muchos casos que se han dado en el campo de la filosofía y las religiones. Pero para este escrito, aprovecho para hacer alusión solo a las alquimistas de la cocina, a esas mujeres guardianes del fuego sagrado, que lo dominan, lo utilizan para transformar los alimentos y, por último, dar felicidad y satisfacción a quienes los comen. De paso, el propio regocijo por el deber cumplido. Sobre todo, a esas mujeres que preservan las tradiciones culinarias de generaciones anteriores, esas cocineras empíricas, de los sectores populares, amas de casa, que asumen la labor de cocinar con pasión. Esas mujeres que tienen momentos excepcionales al terminar su obra de arte, el plato servido; cuando todo queda en su punto ideal, el sabor es exquisito, donde nada se pasa y tampoco hay simpleza, todo es perfecto, y hacen que sea inolvidable. A ellas, mis mejores sentimientos de gratitud por todos los manjares preparados; en especial, a mi abuela Beatriz, mi madre Aura y mi hermana Sharon.
Por Giancarlo Pernett Rozo
23/Octubre/2017