Cuando el primer pito de la Refinería sonó, el de la mañanita de aquel día, ya mis dos hijos brincaban en mi cama tratando de despertarme. En realidad, ya hacia rato que me había despertado, pero me hice el dormido para observar bien su intenso deseo de ir a aquella su primera jornada de pesca. Nunca olvidaré como brillaban sus ojos y su tierna voz tartamudeaba intentando pronunciar todas sus preguntas al mismo tiempo. Lombrices, tripas, anzuelos, cuerdas, cuchillo, sal, fósforos y hasta tabaco (no obstante que no fumábamos) habían alistado desde el día anterior. Y ya a esa hora estaban correctamente ataviados; para el caso: con su mochila, su sombrero y ropa gruesa que pudiera proteger de los mosquitos.
Por el camino, casi trotando sobre los resecos cascotes de asfalto, solamente hablaban y preguntaban de peces. Hasta podía leer en sus ojos sus figuraciones halando algún incauto pececillo con su rústico anzuelo. Por mi parte, solo rogaba que no ocurriera lo mismo que cuando muy niño fui con mi abuelo, también a mi primera jornada de pesca al Río Sogamoso, que ningún pez quiso tragar nuestras carnadas. El viejo, en la Gasolinera que nos trajo de regreso a Barrancabermeja, a lo largo de la Carrilera, visiblemente frustrado, no pudo más que explicarme repetidamente el carácter caprichoso de los peces para elegir su comida, eso buscando que a mis seis años lo entendiera, sobre todo porque en el mismo sitio, otros pescadores que nos acompañaron aquel día si sacaron barbudos, mohinos y blanquillos.
Igual que como hice con mi abuelo, mis hijos también me interrogaron desde varios días antes acerca de inquietantes temas: que si un pez podía arrastrar o comerse a un hombre; si era cierto que el Mohán salía en todas las aguas y se llevaba a quien no le diera sal y tabaco; si ciertamente en La Chava, Las Parrillas y Kikelandia aparecía un duende bajo el agua, el cual se había llevado a muchas personas; si yo había visto alguna vez el Mohán... Obviamente, como lo hizo mi abuelo, también, con cara muy seria, respondí todo con un convincente sí. Pero, al parecer no existe monstruo ni fantasma capaz de frenar la curiosidad infantil y menos cuando ella es alcahueteada por el amor de un adulto, por eso, ni siquiera pude retardar aquel aventurado viaje.
De ahí que a las ocho de la mañana ya estuviéramos encaramados sobre una empalizada de la San Silvestre, justo en el misterioso rincón de Las Parrillas. Desde allí lanzamos los anzuelos, por sobre la taruya, hasta un claro que, por su aspecto fresco y calmado, parecía morada frecuente de peces. Los minutos empezaron a pasar, luego las horas y ningún pez mordía. A lo mejor no les gustaba nuestras carnadas, pensaba recordando a mi abuelo y simulando gran confianza. En medio del profundo hastío que produce esperar a quien no ha quedado a llegar, podía adivinar las innumerables preguntas que mis hijos querían hacerme. Menos mal que previamente los había engatusado advirtiéndolos de no hablar mientras pescábamos, porque se espantarían los peces. Aunque, buscando calmar su intensa curiosidad, de vez en cuando, les susurraba al oído algún comentario o explicación pertinente.
Después de varios descansos, de perder algunos anzuelos por enredo, de cambiar sitio y carnadas, algo picó en mi anzuelo. Mis hijos lo notaron y enseguida me rodearon. Sentí la engullición de la carnada mediante un fuerte tirón del animal que por poco me arrebata el palo-boya de las manos. Entonces, azoqué la cuerda con fuerza y allí, en el extremo que salió del agua, sacudiéndose desesperadamente, con el anzuelo desgarrando su boca, estaba un pez nacarado y bello.
Era un mediano Comelón (Mohino), de esos que se crían en la San Silvestre devorando carroñas. Lo agarré suavemente buscando tranquilizarlo. Creo que me miró con sus redondos y fijos ojos de arco iris. Acaricie sus rosadas aletas. Palpé su perfecto cuerpo y sentí su vida protegida entre sus escamas vibrando en mis manos. Primero muy fuerte, luego más lentamente, como si de veras se estuviera tranquilizando. Mis hijos también lo palparon; curiosearon con sus manitas infantiles todo su cuerpo: lo mimaban delicadamente cual si acariciaran un misterioso tesoro recién hallado.
Rápidamente saqué el hiriente metal de su boca, cuidando minimizar su dolor. Pensé que así lo entendió el bello animal, porque ni siquiera se movió. Mas, en aquel momento me invadió un profundo pesar. Tal vez el mismo pesar que sentía aquel maravilloso ser, por dejar su agua fresca, sus olas bamboleantes, su descendencia, sus amigos y hasta sus enemigos.
Eso me hizo sentir miserable y se lo explique a mis hijos. Entonces nos miramos los tres, mentalmente llegamos a un reparador acuerdo, por eso enseguida retorné el hermoso animal al agua ante la mirada complacida de mis hijos. No obstante, el pobre no nadó. Extrañamente empezó a flotar boca arriba, con sus aletas extendidas y quietas, como si estuviera bromeando o durmiendo placenteramente sobre el acuoso colchón.
Pero, de repente emergió del fondo una enorme Babilla de abultados ojos brillantes y larga cola dentada cual rústica sierra. Como un rayo, sin que yo pudiera hacer nada, lo atrapó entre sus mandíbulas. Lo trituró tres veces con sus filosos dientes, se lo tragó y desapareció en la profundidad. Sólo una mancha roja quedó en el sitio, la cual se fue disipando lentamente, hasta desaparecer entre una marejada de diminutos y brillantes pececillos danzarines.
En aquel momento dejé de sentirme miserable y en cambio empecé a sentirme el más miserable de todos los seres.
Jota, mi hijo mayor, con sus apenas seis años de edad, notando mi profunda congoja, me dijo:
—No te preocupes Pa´, nos comeremos la arepa que trajimos junto con el pedazo de panela.
Erre, mi otro hijo, agregó:
—Pa´, al menos la babilla si pudo calmar su hambre con el pescadito. ¿Si viste la forma como lo devoró? Seguro la pobre debía tener varios días sin comer, —explicó mi hijo.
Entonces, miré y abracé a mis hijos, porque recordé una explicación parecida que mi abuelo me dio, cuando yo era niño, un día que un Caimán de Porra le arrebató un cochino de sus manos en la desembocadura del Caño Cardales.
Abrumados por los hechos no quisimos seguir anzueliando. Como ya era de tarde, más bien nos comimos la tostada arepa, con unos icacos que habíamos recogido por ahí. Luego, tomamos agua, nos echamos un terrón de panela en la boca y regresamos a casa, claro, sin Comelón. Sin embargo, igual que en mi caso, cuando fui aquella primera vez a pescar con mi abuelo, nunca vi a mis gemelos tan contentos, como cuando regresábamos aquel día de su primera jornada de pesca. En el camino, su profusa charla y su sonriente rostro lo decía todo: indudablemente, aquel día, mis dos hijos también habían atrapado el Pez Alegría.
URIEL VILLALOBOS CADENA