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EL MARIDO “PENEZOSO" Y SU CAIMÁN. Por Alfonso Torres Duarte, del libro Buenos días Chichafría.

Actualizado: 7 nov 2022

Una leyenda de la del "Cartel de los adúlteros"



Este pueblo nuestro es una verdadera maravilla. Ocurren unas cosas, que dan fe del ingenio, del sentido del humor y del espíritu gozón que tenemos los barranqueños, y que de hecho, debemos reconcerlo asi y escriturarlo igualmente, hacen parte de nuestro patrimonio idiosincrásico, y nos permiten, además, sobrellevar con una buena dosis de alegría, tantas malas cosas que a diario nos ocurren.


Sucedió hace muchos años en Barrancabermeja:


Érase un marido flojo, dejado de su casa, irresponsable con sus obligaciones, que creía estar cumpliéndolas porque mantenía la nevera llena, vagabundo como perro callejero, desempolvado con su mujer…


Érase, asimismo, una bella mujer, manteca de su marido, abandonada y desconocida por ese sinvergüenza, deseada y piropeada por los vecinos, por los vendedores de verdura de la plaza de mercado y por el dueño de la tienda de la esquina, afligida en su soledad y consolada en sus ansiedades por sueños voluptuosos con los protagonistas de todas las telenovelas…


Érase el hogar de esta pareja, sin hijos, cuya vida transcurría en la más aburrida rutina: Ella, cocinándole, lavándole calzoncillos cagados y atendiéndole las parrandas y las borracheras a él y a sus amigos; y de noche, durmiendo a su lado con su asqueroso tufo hediondo a trago y a cigarrillo, con las tripas descompuestas y descontrolado en sus flatulencias...


Así pasaban los días en esta casa, iguales como un retrato, aburridos como un discurso, hasta que una noche, un eslabón frágil en esa cadena de placeres erráticos, llegó a su estancia acompañando al marido holgazán en una de sus acostumbradas farras de fin de semana. El tipo era joven, elegante, buen porte y tenía un gran parecido con el galán de la última telenovela que la desconsolada mujer había visto, y que, como cosa no muy extraña en ella, también había sido objetivo virtual de sus deseos reprimidos. Cuando lo vio, sintió un flechazo, una reacción química en su corazón calentó su sangre y un cosquilleo estremeció su cuerpo, sus mejillas se enrojecieron, sus ojos irritaron, sus piernas se debilitaron, sintió que se desmayaba.


El individuo, un zorro y sinvergüenza de mil batallas, captó de inmediato el impacto que sobre la hermosa dama produjo su presencia y accionó enseguida toda la logística que cargaba en su disco duro de sus recursos libidinosos. Muy detallista y atento se mostró, entrando y saliendo de la cocina con cualquier pretexto, unas veces para traer hielo, otras para servir el trago y hasta para buscar un trapo para limpiar la mesa. Y así, entre viaje y viaje, conoció su nombre en la primera pasada, le cogió la mano en la segunda, le tocó la nalga en la tercera, y en la cuarta, le recostó por detrás de el asta izada de su virilidad. El asunto estaba listo pero no pudo concretarlo esa noche. Su osadía no alcanzaba a ser temeraria.


La cosa se dio otro día y se consolidó entre ellos un concubinato clandestino. Tan pronto el marido salía para el trabajo, el desleal amigo entraba a cumplir la tarea que el indigno titular no hacía. Anduvieron así hasta que se descararon y el cuento llegó a oídos del damnificado esposo.


Este, herido en su amor propio, armó un ardid para coger a su infiel mujer y al traidor compañero con las manos en la masa. Estando en turno de noche, pediría permiso y sigilosamente llegaría a su casa en la madrugada. Así lo hizo y efectivamente los encontró empelotas y dormidos en su propia cama.


Enceguecido de la ira, sacó su revólver del armario y se puso a echarles plomo como loco. El pérfido varón, hábil como caimán profesional, saltó en cuero de la cama y en dos cabriolas estuvo en el techo corriendo por los tejados de todas las casas, esquivando con volantinas las balas que sin mucho tino disparaba el consorte agraviado. Los vecinos a escuchar los gritos y oír ruidos sobre sus tejados, creyendo que se trataba de un ratero, arrancaron a echar bala al aire también. -¡No disparen, no me maten, yo no soy ladrón, yo soy un caimán! Gritó para salvar su vida.


La policía llegó y debieron traer a los bomberos para bajarlo en unaescalera de extensión. Lo tuvieron detenido esa noche pero su aventura se convirtió en casi leyenda para la gente del Cartel de los adúlteros,que la refieren hoy como testimonio de honor de uno de sus asociados.


Por: Alfonso Torres Duarte.


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