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CEIBA DE TRILLOS. Por Alfonso Torres Duarte.

Actualizado: 22 sept 2022

"En reconocimiento a la nobleza y dedicación de Alonso Trillos con su ceiba"


Nací en un vivero y soy algo así como aquello que los humanos llaman ‘bebé probeta’, soy un ‘árbol probeta’.


Mis padres, lo supe porque me lo contó un canario que se alojó en mis ramas luego de alcanzar la libertad al escaparse de la jaula en donde lo tenían encerrado, fueron talados, convertidos en madera y regados como muebles por toda la ciudad. De mi madre, me dijo, que alcanzó a conocer de ella un vetusto comedor que se hallaba en la misma casa en donde él había estado prisionero, habitada por gente mala, que la tenían descuidada y que ya el comején había empezado a destruir sus entrañas. De mi padre, me comentó, aunque no me supo explicar cómo lo había averiguado, que parte de él se hallaba expuesto como mueble para biblioteca en la vitrina de algún almacén, a la espera de que le apareciera un comprador.


Fui sacada del vivero cuando apenas en mi cuerpo despuntaban las primeras hojas, por un hombre bueno, que me llevó a su casa, y allí, en el calor de su hogar, me nutrió con abonos y me cuidó hasta cuando fui un arbolito infante que no podía ya permanecer en una matera. Entonces me llevó a un lugar cercano a su casa y me trasplantó en un terreno que era centro de un espantoso bullicio.


Por algún tiempo interpreté esta acción como un castigo, como la expiación de una falta que no creía haber cometido, pero con el tiempo me fui convenciendo de que no había sido así. Mi inocencia, debido a mi corta edad, no me permitía entonces comprender muchas cosas de la vida. No tenía conciencia aún del papel fundamental que jugamos los árboles en nuestro planeta. Pero mi hombre sí sabía lo que hacía. Me sembró en el centro de la glorieta de una avenida, de la vía con mayor tráfico vehicular de la ciudad, en donde los niveles de contaminación del aire eran los más elevados, para que depurara el ambiente con el oxígeno producido en mis arterias. El sabía que nadie más que yo podría hacerlo.


Desde el mismo día en que me trajo aquí, nunca dejó de atenderme: Me rociaba con agua todas las mañanas, quitaba las hojas secas de mis ramas, cuidaba que las orugas no acabaran con mi follaje, limpiaba a mi alrededor y mantenía adornado mi entorno con piedras de río pintadas de todos los colores.


Así fue poco a poco desarrollándose mi vida. Fui creciendo en medio de un agitado mundo que empezó a ser parte de mí. A medida que el tiempo pasaba y me hacía más grande, fui comprendiendo la razón de ser de mi existencia. Fui sintiendo cada vez con una mayor intensidad, el calor que producía en mis venas la reacción de transformar el aire viciado que absorbían mis hojas, por oxígeno, oxígeno que devolvía a la naturaleza para que todos los seres vivos pudieran respirar y vivir.

Empecé a sentirme útil y a entender la razón por la cual fui dejada aquí. Empecé a disfrutar la vida con todas sus vicisitudes y se me despertó un infinito afán de servir.

He vivido intensamente en mi glorieta, lo he hecho desde el mismo momento en que llegué aquí, desde cuando impotente por mi pequeñez y cuando aún mis raíces no se habían afirmado bien al suelo, fui arrancada atropelladamente por unos hombres que huían en tropel de una manifestación política a la que asistían, ante una avanzada de la policía, hasta hoy, cuando ya adulta debí padecer el terror de imaginarme derribada, al autorizar el gobierno local eliminar la glorieta para permitir la prolongación de la avenida en medio de la cual estoy sembrada.


Por fortuna nunca he estado sola en estos momentos difíciles. Al principio, cuando era apenas una infanta, sólo él me cuidó, fue él quien con especiales atenciones me sanó, luego de quedar mal herida. Me volvió a plantar enriqueciendo la tierra con abono nuevo y construyó una cerca para mi protección, que pintó además con vivos colores, dándole una gran alegría al lugar. Cuando posteriormente trataron de talarme, él lideró un gran movimiento con vecinos de todo el sector, obligando a la administración de la ciudad a rediseñar la vía para que no se me tocara.


Ha sido mi destino compartir con vehemencia los hechos más trascendentales ocurridos en la historia de mi pueblo en estas cuatro décadas de mi existencia. He sido testigo de dolorosos hechos de violencia generados por la intolerancia de los humanos. Ello se debe a que vivo en un lugar que es centro de confluencia de dos sectores de la población y mi glorieta está aledaña a la sede sindical más importante de mi ciudad y de mi país.


Aún no entiendo por qué entre los hombres ha de ocurrir todo esto, por qué tanta incomprensión entre ellos. ¡Cómo quisiera yo vivir rodeada de mis semejantes para poder expresarles todo mi amor y mi afecto! ¡Cómo quisiera que todos los seres del mundo nos amáramos, compartiéramos y cuidáramos lo que aún nos queda de vida en nuestro convulsionado planeta! Pero los humanos parecen no darse cuenta que la vida se nos está acabando y que con su actitud lo que están es acelerando la destrucción del saldo de vida que aún tenemos en la tierra. En ocasiones, confundida con estos sentimientos de incomprensión e intolerancia entre ellos, confieso que me he sentido más humana que los mismos hombres.


Tal vez por eso es que doy tanta importancia y me siento tan bien cuando sirvo a las personas en aquellas necesidades sencillas, aparentemente sin mayor trascendencia para ellas, y no solo cumpliendo mi rol esencial determinado por la fotosíntesis. ¡Qué alegría me da brindarle sombra al medio día a un transeúnte que camino a su hogar se detiene a descansar y a secarse el sudor de su frente debajo de mi frondoso ramaje! O ser cómplice de aquella pareja de enamorados que al salir de una fiesta nocturna se esconden a besarse detrás de mi cuerpo, mientras son alcanzados por sus amigos, a quienes premeditadamente han dejado rezagados. O dejar que llegue a mí aquel perro en apuros que no encuentra otro sitio en donde descargar su vejiga sino en la base de mi tronco.


Sin embargo, mi felicidad no ha sido aún completa. Quisiera realizarme con la máxima obra de cualquier ser vivo. Quisiera engendrar hijos, todos los que la naturaleza me permitiera tener, y quisiera que fueran sembrados en todos los parques y avenidas de la ciudad, para que contribuyeran a mantenerla fresca, descontaminada y hermosa.


Quisiera también poder casarme como lo hacen los humanos y llevar el apellido de aquel hombre que ha estado siempre a mi lado. Quisiera ser ‘Ceiba de Trillos’.


Por: Alfonso Torres Duarte



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